Una lágrima en la mano,
un suspiro muy cercano,
una historia que termina,
una piel que no respira,
una nube desgarrada,
una sangre derramada.
Aleluya.
Quince gritos que suplican,
una tierra que palpita,
la sonrisa de un recuerdo,
la mentira de un «te quiero»,
una niña que pregunta,
unos cuerpos que se juntan.
Aleluya.
Mil silencios de un olvido,
un amor que se ha perdido,
tres guirnaldas en el pelo,
el aliento de unos besos,
el perdón de los pecados,
unos pies que están clavados.
Aleluya.
La razón de la locura,
una luz de luna oscura,
unos ojos en la noche,
una voz que no se oye,
una llama que se apaga,
una vida que se acaba.
Aleluya.
Estas son las cosas
que me hacen olvidar
este mundo absurdo
que no sabe a dónde va.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Una madre que amamanta,
tengo seca la garganta,
el color de un tiempo abierto,
un mañana siempre incierto,
el sudor en una frente,
el dolor de aquella gente.
Aleluya.
Una llaga que se cierra,
una herida que se entierra,
unos labios temblorosos,
unos brazos calurosos,
dos palabras en la arena,
una ola se las lleva.
Aleluya.
Un reloj con treinta horas,
el cartel de «no funciona»,
una piedra en el vacío,
otra piedra en el sentido,
una lluvia en el alma,
un incendio en las entrañas.
Aleluya.
Unos pasos sin destino
por cuarenta mil caminos,
un acorde disonante,
nueve infiernos sin el Dante,
unas flores en mi tumba,
siempre nunca, nunca, nunca.
Aleluya.
Estas son las cosas
que me hacen olvidar
este mundo absurdo
que no sabe a dónde va.
Aleluya, aleluya, aleluya…
Hoy Rafael Alberti, pintor de poemas de la Generación del 27, habría cumplido 111 años. Murió junto a su mar gaditano, el mismo que llevó consigo siempre en el azul de sus ojos. Fue en octubre de 1999, cuando yo tenía diez años y él, los cabellos coloreados por el pincel del Tiempo. Alberti siempre pensó que cumpliría los 100, pero le faltaron tres años. Tres años y dos meses…
Últimamente, he escuchado demasiadas veces decir que Alberti no fue tan poeta como otros de su generación: Lorca, Cernuda, Aleixandre… Me sigue chocando, y no se corresponde esta imagen con la que tenía de él cuando era pequeña. Recuerdo a mi padre leyéndome poemas de aquella antología titulada Rafael Alberti para niños, de Ediciones de la Torre. Palomas, mares y cielos se sucedían en sus versos. Mi padre también me contaba, con orgullo, cómo una vez le escuchó recitar en Parquesur. Alberti era entonces una especie de dios viviente de la literatura. Alberti era, junto a Lorca, el Poeta.
En el mundo literario, las modas pesan demasiado. Por ejemplo, antes de 2002, año en que se celebró el centenario del nacimiento de Luis Cernuda, este era considerado un segundón dentro del marco de la Generación del 27 –me refiero a la crítica en general, no a los poetas; evidentes resultan las influencias que Cernuda produjo en la Generación del 50-. Desde entonces, la valoración de Cernuda fue in crescendo hasta llegar a la situación actual, en la que algunos críticos le consideran como el mejor poeta de su generación.
Con Rafael Alberti ha ocurrido al contrario. Pasó de ser una figura popular durante la Transición a una especie de huella literaria de un pasado cercano. Ahora, queda muy moderno decir: “yo no leo a Alberti”, “no me gusta Alberti, creo que tuvo su momento”, “Alberti me resulta muy simple”. Ellos, por supuesto, se inclinan por voces más “complejas” como la de Aleixandre –aunque a veces me pregunto si muchos realmente son capaces de desentrañar sus versos…-. ¿El poeta de la calle? Tampoco: para eso ya tenemos a Miguel Hernández –que, tristemente, parece más reconocido en nuestra sociedad por su perfil de “poeta-cabrero” que por su poesía en sí-. Al hablar de Alberti, indefectiblemente, la gente alude a su compromiso político, al hecho de que militara en el Partido Comunista: gran parte lo considera un punto negativo. Efectivamente, durante la Guerra Civil, Alberti tuvo una etapa de poesía social, furibunda e incendiaria, como no la tuvo, por ejemplo, Cernuda. Pero no solo existe la poesía social en su obra: Alberti es, de hecho, uno de los poetas más aventureros respecto a corrientes y escuelas. Lo ha experimentado casi todo.
Rafael Alberti junto a Dolores Ibárruri, «La Pasionaria», como diputado del PC por Cádiz en las primeras Cortes democráticas españolas desde la Transición, en 1977
Que Alberti militara en el PC o participara en mítines políticos no le resta o le suma calidad a su literatura. Ha habido muchos poetas en la Historia que no han ocultado su ideología, y que incluso han utilizado la poesía como medio para alcanzar sus metas políticas. Me refiero, por ejemplo, a cuando André Breton quiso convertir el surrealismo en la expresión lírica del comunismo. ¿Y quién, hoy en día, no reconoce la trascendencia de Breton en la literatura del siglo XX? A Alberti, sin embargo, su compromiso político le sirvió para no ganar el Nobel.
Porque, no nos engañemos: no le concedieron el Nobel debido a que, en plena Transición, resultaba mucho más políticamente correcto dárselo a Aleixandre, que no se había decantado públicamente por ninguna ideología en concreto. Y con esto, no quiero decir que Aleixandre no se lo mereciera, simplemente explico por qué no se lo dieron a Alberti. Pero es ofrecer este argumento y que los cuatro eruditos de turno te digan que, claro, que Marinero en tierra no se puede comparar, por ejemplo, con La destrucción o el amor.
¿De verdad vamos a juzgar la obra de un poeta como Alberti por un libro como Marinero en tierra? Alberti es mucho más que Marinero en tierra, y se debe mirar ese libro en el contexto de la época en que se publicó, cuando se puso de moda el neopopularismo. A pesar de no ser su mejor poemario, contiene imágenes muy plásticas que ya adelantan lo que vendría después. Sin embargo, recuerdo que cada vez que salía en clase el nombre de Alberti, automáticamente se asociaba a Marinero en tierra. Quizá los profesores de Lengua y Literatura deberían saltarse el canon y buscar la forma más efectiva de que la poesía de Alberti llegue de verdad a los alumnos. A partir de mi fugaz –pero intensa- experiencia como profesora en un instituto público de Madrid, puedo afirmar que los adolescentes se sienten mucho más atraídos por un poema como “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca”, que por aquel otro tan conocido que comienza así: “El mar. La mar. / El mar. ¡Sólo la mar! / ¿Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad?”
Rafael Alberti junto a Manuel Altolaguirre y José Bergamín (abajo) durante la Guerra Civil española
Confieso que mi primera intención era hacer la tesis sobre Cernuda. Si me acabé decantando por Alberti fue porque era consciente de esta situación: de la necesidad de revitalizar los estudios sobre su obra y su persona, de devolverle su lugar en la historia de la Literatura. Realmente, creo que los investigadores actuales tenemos una deuda con Rafael: el más plástico de los poetas de su tiempo, el que buscó por el cielo a Miss X y se vio invadido por un alud de ángeles equivocados, el que le dedicó el más entrañable y estúpido poema de todos cuantos le hayan dedicado a Charlot. Quien después levantó el puño y cantó para el pueblo, se exilió y logró que su voz alcanzara España y resonara por los campos, por los mares andaluces, que removiera las conciencias de los poetas que no veían más allá de sus propias miradas. El mismo Alberti que puso palabras a los colores y me hizo temblar con un solo verso: “Me enveneno de azules Tintoretto”.
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También lo elegí para mi doctorado porque me siento próxima a él, de alguna forma. Al fin y al cabo, es el único poeta de la Generación del 27 cuya existencia coincidió, aunque fuera unos pocos años, con la mía. Y comparto su amor por Cádiz, por los azules y blancos gaditanos. Lo contemplo en la distancia de los años con nostalgia –una “nostalgia inseparable”, tan suya- y me reafirmo: es necesario que devolvamos a este inmenso poeta el lugar que le corresponde.
En mayor o menor medida, todos poseemos la psicología del voyeur. No en un sentido estrictamente clínico o criminal, sino en nuestra actitud física y emocional ante el mundo. Cada vez que tratamos de romper este hechizo de pasividad, nuestras acciones se vuelven crueles y torpes y, por lo general, obscenas, al igual que un inválido que ha olvidado cómo caminar.
Jim Morrison, Los Señores
Estas palabras, contenidas en uno de los poemarios de Jim Morrison, podrían constituir una justificación de su trayectoria vital. El legendario líder de The Doors, que hoy habría cumplido 70 años, murió en 1971, a los 27, dejando un halo de preguntas sin resolver acerca de su persona. ¿Quién fue realmente Jim Douglas Morrison? ¿Un dios del rock, un icono sexual, un poeta beatnik, un joven obsesionado permanentemente con llamar la atención, un adolescente brillante e introvertido que nunca llegó a madurar, el último romántico…? Ante todo, Jim Morrison se constituyó como un luchador, en constante batalla consigo mismo para evitar convertirse en aquello que más temía: un espectador de su propia vida. Tal como él mismo escribió en Los Señores, su desasosegada huida de la contemplación existencial le condujo, en muchas ocasiones, a la obscenidad, a la torpeza y, finalmente, a su autodestrucción. Morrison murió ensayando la vida.
Jim Morrison en 1967, foto de Joel Brodsky
Yo soy el Rey Lagarto,
puedo hacer cualquier cosa.
Así se definía Jim Morrison en Celebration of the Lizard, una serie de letras concebidas para formar, en conjunto, un espectáculo poético. Como los lagartos mudan de piel, él fue variando su propio personaje a lo largo de su corta existencia. Así, encontramos un Morrison adolescente solitario, creativo y con sobrepeso; a otro Morrison de 23 años, esbelto y de una belleza rebelde y, por último, a uno grueso, barbudo, de mirada profundísima, subiendo al altar del anonimato por las calles de un París donde saludó a la muerte.
Jim Morrison condensó su vida en 27 años. En 1971, su aspecto era el de un hombre de 40, y no sólo por el envejecimiento prematuro al que le condujo el alcoholismo –sobrepeso, descuido de su propio aspecto-; la mirada que muestra en las fotos de esta época denota madurez: es la mirada de un hombre experimentado, que ha vivido demasiado como para no contemplar todo con una cierta indulgencia, un abandono bondadoso, una tranquilidad reflexiva.
Sus últimos meses transcurrieron en París junto a Pamela Courson, su eterno y atormentado amor. Morrison se había cansado de los escenarios y sólo quería dedicarse a escribir poesía y a mendigar sueños por la Ciudad de la Luz, la misma que había albergado las dramáticas desventuras de sus admiradísimos Verlaine y Rimbaud.
Jim Morrison en 1970
Pero no podemos olvidar que el aparentemente maduro Morrison de 1971 era, en realidad, un chico de 27 que, sólo dos años antes, incendiaba los escenarios con sus provocativos bailes y unos ajustados pantalones de cuero. Su serie de fotos más famosa, “The Young Lion”, que actualmente encontramos impresa en camisetas, pósters y todo tipo de artículos de merchandising, fue realizada en 1967 por el fotógrafo Joel Brodsky. Las imágenes muestran a un Jim Morrison de 23 años, rabiosamente guapo, en la cumbre de su carrera musical, posando provocativamente para la cámara. El torso desnudo, a excepción de un collar de cuentas estilo indie, la melena castaña cuidadosamente despeinada, los ojos azules mirando intensamente; en conjunto, una combinación de fiereza, rebeldía y belleza angelical propia de las estatuas griegas.
Jim Morrison en 1967. Foto de Joel Brodsky
Ray Manzarek, un antiguo compañero de la Universidad de Los Ángeles, percibió en Jim dicha aura de divinidad tan favorecedora para una estrella de rock en potencia. Eso, junto a la creatividad poética de Morrison a la hora de componer letras, fue la semilla de The Doors en 1965, que bautizaría así en alusión a las «puertas de la percepción» a las que se refirió William Blake. A él y a Manzarek se unirían rápidamente Robby Kriegger y un escéptico John Densmore.
El mismo año en que nacía The Doors, el ejército estadounidense efectuaba un bombardeo intensivo sobre Vietnam del Norte, organizando una violenta masacre. Entre la población norteamericana surgían los movimientos contraculturales bajo el lema “Peace and Love”, acompañado éste no solo de flores y corazones, sino también de nuevas drogas, como el LSD y las anfetaminas, con las que los jóvenes pretendían alejarse de la realidad y establecerse en su propio mundo, un mundo dominado por el amor universal y libre. Las chicas se alisaban el pelo, los hombres se dejaban crecer la barba, unas y otros apostaban por el desaliño como estilo de vida. Era “tiempo de vivir, tiempo de mentir, tiempo de reír, tiempo de morir”, como dice la letra del tema “Take It As It Comes” de The Doors:
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Jim Morrison no fue hippie, pero tuvo contacto con la poesía de la Generación Beat –en especial, con el poeta beat Michael McLure-, la cual sirvió de impulso para el surgimiento de la contracultura en la década de los sesenta. Por detrás de la fachada de provocación tras la que se escondía como líder de The Doors, Jim fue algo más. Las lecturas de los poetas románticos ingleses que llevaba a sus espaldas desde la adolescencia, los estudios de cine en la Universidad de los Ángeles, una asombrosa inteligencia natural: todo ello le había conferido la capacidad de crear un personaje a la medida de lo que exigía la sociedad en ese momento, relegando a un segundo plano su lado poético, sensitivo, filosófico. Jim Morrison fue, sobre todo, su propia creación. Lo que ocurrió es que, a finales de los sesenta, se cansó de representar el papel.
Supo reflejar, en sus canciones, un mundo que se desmoronaba vertiginosamente. The Doors brilló con luz propia porque contaba con un Jim Morrison que era capaz de cantar a la sangre que invadía los tejados y las palmeras de Venice Beach, el verano, el amor; que podía reflejar el naufragio existencial –y romántico- en forma de un barco de cristal, que habló de los ángeles perdidos en la caótica ciudad de Los Ángeles, en ese tema titulado “L. A. Woman” donde se llamó a sí mismo «Mr. Mojo Risin» -cambiando de orden las letras de su nombre y apellido-, que hoy se perfila como uno de los temas definitivos de la historia del rock.
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Morrison siempre atribuyó su rebeldía a un episodio de su niñez, cuando viajando en coche con su familia, fue testigo de un accidente en la carretera que había matado a varios indios, dejando a otros moribundos. Según la leyenda, cuando alguien ve a un indio morir, el alma de ese indio se reencarna en él. Esta anécdota se repetiría de forma obsesiva en las letras de sus canciones -«Indios sangrando diseminados en la autopista del amanecer: / fantasmas invadiendo la frágil mente de un niño»-. Jim Morrison sintió durante toda su vida un auténtico fervor por la libertad, por no sentirse atado a nada ni a nadie, un impulso que le conducía a marcharse durante días enteros al desierto, sin avisar a nadie, y a no conseguir formalizar sus relaciones sentimentales.
Como icono sexual, tuvo aventuras con innumerables chicas, algunas de las cuales no alcanzaban los 18. Nico, la malograda cantante alemana de la Factory que participó en un álbum de The Velvet Underground, se enamoró de él hasta el extremo de teñirse sus pálidos cabellos rubios de rojo, porque Jim sentía predilección hacia ese color. Tal vez se debía simplemente a que era el color del cabello de Pamela Susan Courson, una muchacha que conoció en 1965, cuando The Doors aún no habían alcanzado la fama. Por entonces, ella tenía 19 años y él, 22. Pamela se caracterizaba por una larguísima y lacia melena roja, ojos de color verde azulado y una sonrisa de niña pequeña. Bajita y muy delgada, daba una impresión de debilidad que en realidad no poseía, puesto que era dominante y caprichosa. Su relación con Jim a partir de 1965 fue tormentosa, interrumpida por constantes discusiones que los alejaban durante meses, para después volver siempre juntos. El desequilibrado carácter de Pamela se complicó más a medida que su adicción por la heroína aumentaba. Jim sentía impotencia ante esta situación, mientras ella lo veía caminar hacia su autodestrucción debido a su creciente alcoholismo. Jim y Pamela eran, de alguna forma, almas gemelas, enamoradas de la libertad, de caracteres tan fuertes que no podían no chocar entre sí. A pesar de todo, el amor que sintieron fue mutuo y verdadero.
Jim y Pam en 1969
Al principio de dos poemarios de Jim podemos encontrar la dedicatoria “A Pamela Susan”. Me estoy refiriendo a Los Señores y Las nuevas criaturas, ambos autopublicados por él en 1969. Otros libros de poesía, como Desierto y Una oración americana, fueron publicados de manera póstuma gracias a Pamela, que se encargó de organizar sus papeles y todas sus caóticas notas. En estos poemas hallamos al Morrison más profundo, esencial y sensitivo, caída ya la máscara, capaz de burlarse de su propio personaje.
No sabemos qué otro Jim Morrison hubiéramos podido conocer de no haber muerto dramáticamente –y en misteriosas condiciones- a los 27 años, envuelto en un aura desquiciante de locura y adicciones. Irónicamente, falleció incluso a una edad más temprana que la de su adorado Arthur Rimbaud, quien condensó su vida en 37 años. Pero Jim, a diferencia de Rimbaud, no había agotado su capacidad creativa, de hecho, tenía en mente numerosos proyectos literarios y cinematográficos. Murió cuando nacía el poeta que siempre llevó dentro. Pero hoy, a los 70 años de su nacimiento, nos llega aún su voz –la del Rey Lagarto, la de Mr. Mojo Risin-, inquietante y desasosegada, mística, errática, eufórica; susurrando que las dimensiones espacio temporales, que la muerte y la vida, son límites absurdos impuestos por nuestra frágil condición humana:
Puedo lograr que la Tierra se detenga en seco. Hice que los coches tristes desaparecieran.
Puedo hacerme invisible o disminuir de tamaño. Puedo volverme gigantesco y alcanzar las cosas más lejanas. Puedo cambiar el curso de la Naturaleza. Puedo transportarme a cualquier parte del espacio o del tiempo. Puedo convocar a los muertos. Puedo percibir acontecimientos en otros mundos, en lo más profundo de mi mente y en las mentes de los demás.
Sólo buscaba un lugar más o menos propicio para vivir, quiero decir: un sitio pequeño donde cantar y poder llorar tranquila a veces. En verdad no quería una casa; Sombra quería un jardín. […] Pero cada vez que visitaba un jardín comprobaba que no era el que buscaba, el que quería. Era como hablar o escribir. Después de hablar o escribir siempre tenía que explicar:
-No, no es eso lo que yo quería decir.
Y lo peor es que el silencio también la traicionaba.
-Es porque el silencio no existe -dijo.
El jardín, las voces, la escritura, el silencio.
-No hago otra cosa que buscar y no encontrar. Así pierdo las noches.
Sintió que era culpable de algo grave.
-Yo creo en las noches -dijo.
A lo cual no supo responderse: sintió que le clavaban una flor azul en el pensamiento con el fin de que no siguiera el curso de su discurso hasta el fondo.
Aprovechando que las redes están que arden con Luis Cernuda por ser el 50º aniversario de su muerte -que ya podía haber pasado lo mismo con el 110º aniversario de su nacimiento, que fue el año pasado…- he decidido dejar otra recopilación de artículos, esta vez, escritos por mí, en torno a su persona y a su obra.