Fin de año

Fotografía de Chema Madoz
Fotografía de Chema Madoz

Sé que 2013 ha tenido que ser, de algún modo, esencial en mi biografía. Varios de los acontecimientos que han marcado mi existencia sucedieron un día 13, incluido mi propio nacimiento.

A medida que nos vamos haciendo mayores, los años se pasan más deprisa. Parece que hace una semana estaba celebrando la Nochevieja de 2012. Y sin embargo, tantas cosas han cambiado desde entonces. Los años transcurren de forma acelerada, pero eso se debe a que en uno solo de ellos suceden más cosas de las que sucedían en diez de los antiguos. Los acontecimientos parecen comprimidos, envueltos en un aura vertiginosa. La madurez llega con golpes o con jarras heladas de agua. Nadie nos avisa. No hay una progresión continua, sino caídas sucesivas al abismo.

Paradójicamente, lo más difícil es ser quien realmente eres y no lo que te imponga una determinada circunstancia. Debería ocurrir al contrario, pero a menudo nos dejamos llevar por la sentimentalidad y acabamos traicionando, de algún modo, no solo a aquellos que nos quieren de verdad, sino también a nosotros mismos. Sin embargo, es la libertad la que nos permite ser lo que queremos ser, y es su ausencia la que nos obliga a desvanecernos. Lo que nunca debemos perder –y eso es algo que he aprendido- es la propia dignidad.

En 2013 he saludado muchas veces al abismo, y alguna caída ha sido más dolorosa que las demás. Pero mis brazos insisten en abrazar el mundo porque aún no les enseñaron que ya es demasiado tarde. He soñado mucho, como siempre, y he llorado aún más. He conocido gente maravillosa y he echado de menos a otra que también me lo parecía. Me he desengañado y me he ilusionado. He cumplido algún sueño antiguo y he despertado de otros. Al final, y a riesgo de caer en el estereotipo, trato de llevarme los buenos recuerdos, que encienden fogonazos de película antigua en mi memoria. Los buenos recuerdos son lo único que nadie podrá arrebatarnos.

Y, como en aquella canción de Oasis, he acabado viendo estrellas que parecían haberse desvanecido para siempre.

Feliz fin de año. Feliz comienzo del siguiente. Perseguid muchos sueños. Yo me despido junto a mi inseparable Luna, que es la gatita más valiente y la más cabezona del mundo, y gracias a eso ha sobrevivido, porque ha estado muy malita. Otro triunfo del 2013

Con Luna. Diciembre de 2013
Con Luna. Diciembre de 2013

Treinta y uno de diciembre

Fotografía de Chema Madoz
Fotografía de Chema Madoz

Me hallaba sentada en un pupitre situado en lo que parecía el aula de un colegio, porque a mi alrededor había muchos más pupitres, en cada uno de los cuales se sentaba un niño. Sin embargo, el ambiente era inusualmente silencioso para tratarse de una clase, y los niños lucían un rostro demasiado serio e inexpresivo para tratarse de niños. Su mirada estaba ausente, posada sobre algún inexistente punto del vacío. Se me pasó por la cabeza que más bien parecían estatuas de cera.

Mi presencia resultaba imperceptible, como si me hubiera vuelto invisible para aquellos niños. Quizá ni siquiera pudieran verme.

De repente, una mujer entró en el aula. Supuse que debía tratarse de la profesora. La mujer llevaba consigo unas láminas. Cogió la primera y la mostró ante los silenciosos alumnos. En la lámina aparecía retratado un anciano de largos cabellos blancos. Debajo, se podía leer una palabra: Enero.

Un silencio sepulcral, más denso aún que el que había encontrado a mi llegada, invadió la sala. Y como una piedra rompiendo la superficie de un cristal se pudo oír la aterrada voz de una niña:

– ¡Es mi abuelo! Murió hace tres años…

Tras estas palabras la niña, como movida por un resorte, se levantó de su sitio y se acercó a la mujer de las láminas, que la condujo hasta una sala anexa y cerró la puerta. La mujer, ya sola, se volvió hacia el resto de niños, que parecían tan inexpresivos como en un principio. Nadie se preguntaba dónde habría ido la niña.

Con toda la tranquilidad del mundo, la mujer mostró la siguiente lámina: el retrato de una mujer de mediana edad, debajo del cual se podía leer Febrero. Enseguida, la voz de un niño se dejó oír rompiendo el inquietante silencio:

-¡Es mi madre! Pero… está muerta.

Acto seguido, el niño repitió los mismos movimientos que había realizado antes la niña: se levantó, caminó hacia la mujer de las láminas y esta le condujo hasta la misma sala por la que desapareciera la niña. Y como antes, la mujer volvió a su posición inicial y mostró la siguiente lámina: un retrato de un hombre con bigote debajo del cual estaba escrita la palabra Marzo.

-Mi tío… murió el año pasado- declaró la helada voz de otro niño, que repitió exactamente las mismas acciones que los dos anteriores.

Y ocurrió lo mismo con las siguientes láminas que fueron mostradas por la mujer: Abril, Mayo, Junio, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre y Noviembre. En todos los casos, un nuevo niño o niña reconocía en el retrato a un familiar fallecido, se levantaban y eran conducidos por la mujer a aquella sala anexa. Uno a uno, los once niños fueron desapareciendo tras la puerta, hasta que solo quedamos la impasible mujer y yo en la sala. Horrorizada, me percaté de que aún quedaba un mes para completar el año, y de que la mujer aún sostenía una lámina en sus manos.

Entonces, como si hubiera leído mis pensamientos, mostró la última lámina. A pesar de que no la podía distinguir desde donde estaba sentada, un resorte invisible me hizo levantarme y avanzar hacia la misteriosa dama. Cuando me encontré a su altura, levanté a vista y me detuve a contemplar la lámina que sostenía en su mano. Y lo que en ella había no era un retrato, como en los casos anteriores, sino un espejo. Así que cuando miré lo único que pude ver fue…

Aparté la vista y seguí a la mujer hacia aquella sala cerrada. Así concluyó aquel treinta y uno de diciembre.

(Este relato pertenece a mi libro Encefalografías)